El presidente Oscar Luigi Scalfaro dijo, nada más conocer el asesinato de Paolo Borsellino, que “el Estado democrático debe ser creible”. Es posible que para muchos ciudadanos sea difícil entender estas palabras como reacción ante un atentado tan repulsivo.
Pero Scalfaro iba al fondo del problema, a su raíz. Si la Mafia se permite estos brutales y abiertos desafíos al Estado italiano, si insiste en humillarlo hasta extremos inconcebibles, es porque confía en la casi inermidad de un Estado zarandeado por el desprestigio, zapado por la infiltración de tramas mafiosas, golpeado por espectáculos harto habituales de corrupción y connivencia de algunos de sus aparatos con sectores criminales demasiado próximos a las instituciones. El propio Borsellino había descrito muy descarnadamente esta situación al afirmar: “La Mafia gobierna; lo ha decidido el Estado”. La aparente desmesura de esta opinión –que mereció la atención disciplinaria del Consejo Superior de la Magistratura- ha sido superada con creces por la brutal realidad de un asesinato perfectamente previsible por cantado y anunciado. Borsellino había comentado no hacía mucho, ante un grupo de periodistas, que se consideraba “un muerto que camina”. Hasta ese punto llegaba su convicción de que el Estado nada podría o sabría hacer para evitar la ejecución de la condena a muerte dictada por la Mafia. Como reza en el epitafio sobre la tumba de su amigo y colega Falcone, “la Mafia asesina a los defensores del Estado que el Estado no acierta a proteger”.
Algunos han asegurado, como si de una rutina se tratase, que la mafia es “un Estado dentro del Estado”. Es difícil encontrar una opinión más descabellada por, en definitiva, concorde con la mentalidad mafiosa. Si el Estado es sólo poder, capacidad de imposición por la fuerza, facultad de hacer cumplir coactivamente sus decisiones; si el Estado no es, como debe, la plasmación de una ética necesaria, la aspiración a una convivencia fundada en la libertad y la justicia, cabe perfectamente hablar de un Estado mafioso o del “Estado de la Mafia”. Tanto hablar del “sentido del Estado” o de la “razón de Estado” como coartada para la perpetración o encubrimiento de crímenes horrendos nos conduce a familiarizarnos con un entendimiento mafioso del Estado. Y es esa una reflexión necesaria al hilo de las manifestaciones del presidente Scalfaro que recientemente ha repetido su sucesor Ciampi: la lucha social e institucional contra el crimen organizado requiere una esencial credibilidad del Estado, es decir, la permanente legitimidad ética del poder.
Ha sido precisamente un siciliano lúcido, Leonardo Sciascia, el que ha defendido con mayor severidad ese necesario rearme ético del poder y del Estado para luchar contra todas las mafias, para alimentar las débiles esperanzas que aún quepa tener en la justicia. El primer presupuesto de esa lucha es eliminar la impunidad del poder, la exención u opacidad del poder respecto a la justicia. Sciascia, tan pesimista como todo siciliano inteligente, denunció con rigor un proceso que le parecía de una gravedad extraordinaria: en lugar de producirse un distanciamiento radical –como debiera ser- entre la política democrática y la Mafia se estaba produciendo el fenómeno inverso: lo que él llamaba la “sicilianización de la política”. El fenómeno consiste en la sustitución de las ideas, de las ideologías, de los principios, por intereses particulares, incluso tribales, muchas veces de carácter criminal. La progresiva pérdida del espíritu público, de las convicciones éticas sobre las exigencias del interés social o común, está en la base misma de esa “sicilianización” de la política. Dentro de este proceso, no puede extrañar que la política se está convirtiendo en una actividad crecientemente “profesionalizada”, cada vez más lejana de la comunidad a la que presuntamente debe servir. Hasta tal punto ha llegado este proceso que desde muchos sectores ultraliberales se preconiza una política al margen de la verdadera participación popular, a la que se considera una amenaza para la “salud” de la democracia. Hay que poner –se dice- al pueblo “en su sitio” y el verdadero sitio del pueblo es el de espectador pasivo no el de partícipe. La gente corriente -se dice- no está preparada para saber, debe limitarse a creer y a ello debe conducir la “ingeniería del consenso”.
A lo que realmente conduce es a la falta de credibilidad del Estado democrático, a la “sicilianización de la política”, a su aislamiento progresivo del calor y del aliento de la comunidad. Sólo así es posible, aunque terrible, que el Estado pueda ser humillado repetidamente por las organizaciones mafiosas o que pueda ser realidad la patética afirmación del alcalde de Palermo Aldo Rizzo: “Aquí no impera la justicia y la equidad, sino la impudicia de la violencia y la fechoría. Aquí la justicia está sometida a las armas”. A esta realidad se encamina esta democracia desmedulada que nos rodea a nivel global. La sicilianización y el encallanamiento de la política están degradando los principios y valores democráticos que aún perviven en el clima fecal que respiramos . Tenía razón Sciarcia: “Estamos rodeados de mierda y no vemos salida alguna de este círculo fecal”.