Desde los prolegómenos de aquel 13-M en que la Invencible de Aznar y Mayor fuese derrotada por el pueblo vasco, se emprendió el camino de la guerra. El iracundo presidente (está muy bien que se vaya) caló el chambergo, desenvainó la espada y se adornó la cabeza con los mejores cuernos del poder.
Esos separatistas iban a saber hasta dónde llega el peso de la ley y cuál es el poder represivo que tiene “nuestro Estado de Derecho”.
El odio aznariano quería arrasarlo todo. Todo se hizo especial, excepcional y emergente. Un estado de guerra. Normas penales, procesales y penitenciarias contra el enemigo, convertido en combatiente. Hasta los niños eran enemigos. Eliminación de las organizaciones vascas más genuinas en sus reivindicaciones. Identificación del nacionalismo con el terrorismo. El viento de acero y sangre del 11-S acompañaba y potenciaba la empresa antivasca de los Aznar, Rajoy y compañía.
Existe un pequeño problema. El abandono de las reglas y los principios jurídicos no puede ser tolerado en tiempo de paz. En un Estado que no sea absolutista, la guerra no puede ser un principio básico. La guerra interna no es nunca justificable por la existencia de una amenaza para la seguridad del Gobierno o de las formas de poder establecidas. Sólo por un peligro cierto para la supervivencia del Estado que no sea afrontable de otro modo. Tanto la democracia como el Estado de Derecho se caracterizan por la rigidez normativa de los medios de contención o tutela. Precisamente por esto comportan mayores valores y suponen riesgos más notorios.
Siempre se ha negado que el terrorismo pueda equipararse a la guerra civil. Pero simultáneamente se asegura que es un ataque contra los fundamentos de las instituciones democráticas, lo que contradice la tesis anterior, dado que una agresión contra la seguridad de los ciudadanos que afecte directamente a los fundamentos del Estado puede ser considerada acto de guerra. Salvo los energúmenos más notables del antiterrorismo militante, nadie piensa seriamente que el terrorismo ponga en peligro los fundamentos del Estado. Por ello, las prácticas de la emergencia, su legislación, jurisdicción y régimen penitenciario son jurídica y políticamente injustificables e ilegítimas.
Sólo los que consideran que el Estado está en guerra con los etarras (que pasarían a tener estatuto de combatientes) pueden pensar que las prácticas de la emergencia son políticamente legítimas. En ningún caso lo son jurídicamente. No estamos ya ante el Derecho penal, sino ante el mero ejercicio de la fuerza con fines defensivos. Un no-Derecho. El argumento de la defensa del Estado democrático es un lugar retórico y contradictorio. La democracia y el Estado de Derecho se defienden precisamente por el respeto a sus reglas. Abierto el camino de la emergencia como necesario para la defensa del Estado, se debería tener el coraje y la honestidad de admitir que tal respuesta al peligro subversivo es una respuesta fuera de la ley, como lo son siempre las respuestas de guerra. Al menos, no serían corrompidos los principios garantistas del Derecho penal, que es esencialmente un instrumento de paz.
¿Estará dispuesto el Gobierno a admitir que el ensañamiento que supone ese Derecho de emergencia es una respuesta ilegal al fenómeno del llamado terrorismo, al que se eleva a la categoría de ejercito combatiente? ¿Será consciente de que el Estado es el triste protagonista de una guerra sucia y sórdida contra la violencia de ETA? ¿Sabe ya, al menos, que su fervorosa descalificación del Plan Ibarretxe sólo coincide con el rechazo del mismo por parte de ETA? Los estados de guerra tienen estas cosas. Uniforman las conciencias y los cerebros.
Después de la decisión del IRA de disolverse, dejar las armas y dedicarse al trabajo político ¿Qué harán nuestros gobernantes? ¿Limitarse a pedir las armas dejando a los presos etarras en la cárcel?. Cuando el IRA comienza el Acuerdo de Viernes Santo, lo primero sOn los presos. El mejor símbolo de que el proceso iba en serio fue la cárcel de MazE vacia. Los presos en la calle y ayudando a la aceleración de la paz. ¿Qué harán los nuestros? ¿Generosidad y valor en la paz? ¿Mezquindad y cobardía? ¿La filosofía de los tiros a la cabeza, como el eximio presidente del Poder Judicial?.
Van por ahí las cosas. El Gobierno y sus adláteres piensan que están en guerra con el pueblo vasco. Como dijo Carrascal en La Razón (7-5-03): “Se trata de una guerra y una guerra no se libra debatiéndola; se libra combatiéndola”.
Por ello, cualquier método es válido. “Por las buenas o por las malas”, decía Juan Alberto Belloch, el 26 de septiembre de 2001. Conectaba con las palabras de Dick Cheney, vicepresidente estadounidense: “Puede que la CIA necesite algunos indeseables. A la CIA se le permite contratar a sueldo en el extranjero a individuos de toda calaña, incluso aunque tengan un reconocido historial de desprecio a los derechos humanos.