Un tribunal británico declaró ilegal la ley antiterrorista aprobada en el Reino Unido después del 11-S. Según el “núcleo duro” de esa ley ilegal, la policía podía detener a cualquier extranjero sospechoso de actividades terroristas sin necesidad de acusarlo o inculparlo.
El ciudadano era detenido no porque hubiese hecho alguno, sino porque la policía pensaba que podía haberlo hecho. El policía presume y detiene. Sin intervención judicial y sin acusación. La derogación de este engendro ha “decepcionado” a Blair. Un agujero negro en su cruzada antiterrorista. Así se irán expulsando de los ordenamientos jurídicos occidentales las normas extraordinarias contra el terrorismo. Todas responden a la misma ideología. La necesidad de mantener la “salud de la cosa pública” frente a la posible victoria del terrorismo. Cualquier persona solvente sabe que esa victoria es imposible y que el verdadero peligro para los fundamentos democráticos de un sistema procede de su interior, de sus tentaciones autoritarias, de la fragilidad de una democracia confiada a la voluntad y arbitrio de las oligarquías partidarias con mando en plaza. La defensa del Estado democrático frente al terrorismo no es más que un lugar retórico y contradictorio si tenemos en cuenta, como debemos, que la democracia y el Estado de derecho se defienden precisamente con el respeto a sus reglas, n o con leyes ilegales o excepciones inícuas. En todo caso, una vez abierto el camino de la emergencia, se debía tener el coraje y la honestidad de admitir que esa respuesta frente al peligro subversivo es una respuesta fuera de la ley, como lo son siempre las respuestas de guerra. Admitirlo así no corrompería los principios garantistas del Derecho penal, que es esencialmente un instrumento de paz. Pero decir que esas leyes ilegales corresponden a la razón jurídica del Estado de derecho es hundirlo en la miseria y la indecencia, facilitando así el objetivo básico de la acción terrorista.
Después de la última matanza, otra vez el ataque a la ley y a la justicia. Da la impresión de que el terrorismo existe y actúa porque las leyes y los jueces son perversos. ¡Qué barbaridad! Contra los que desprecian leyes y tribunales la mayor sanción es respetar tribunales y leyes. Frente a los que buscan despreciar el Estado, la medida más noble e inteligente es el respeto al Estado. No hacerlo así es dar la razón a los terroristas. Cuanto mas duras e ilegales sean las reacciones del poder, los terroristas atacarán con mayor fundamento y reduplicado fervor.
No es casual que, cercano el 11-S, el Tribunal de Estrasburgo repartiese estopa en dos casos “especiales” por tratarse de la intervención de normas y jurisdicciones no ordinarias. El caso Perote ha sido paradigmático de algo tan sabido como la incapacidad de la jurisdicción castrense para independizarse de las órdenes de los superiores. Si éstos se empeñan, la condena es inevitable. Si su empeño es el contrario, ni juicio. El caso Papon es también ejemplar. Para un genocida de tal magnitud, las formas no sirven. Se le priva hasta del derecho al recurso y la opinión pública aplaude encantada. Como dijo Carrara, “jamás el derecho podrá llegar a ser árbitro de la verdad entre los aplausos de unos y las execraciones de otros”. ¿Qué ha ocurrido aquí con el caso Galindo ante el Constitucional?. Un verdadero ejercicio circense entre las aclamaciones unos y los denuestos de otros. Se ha dicho que hasta el Gobierno ha presionado al Tribunal APRA que otorgase el amparo, porque así se ahorraba el cruel martirio del indulto. ¿Y qué ha ocurrido con la sanción disciplinaria a los tres magistrados de “el Negro”?. Absueltos de toda responsabilidad penal, el tipo disciplinario de la “desatención” parecía un invento de Samaniego. No había nada. Pero ha bastado la mayoría absoluta de vocales apoyados por un solo partido –el del Gobierno- para decidir la sanción y, con ella, la expulsión de los “antigarzones” del Tribunal al que pertenecían. ¿Qué puede esperar cualquier magistrado mínimamente discrepante si el Gobierno se empeña en expulsarlo o suspenderlo a través del Consejo?. Como diría Pablo García Baena, “un risa lujosa llegaba con el frío”, mientras las camelias continuaban ahogándose “entre los pechos duros” (¿de Astrea?) No fue precisamente fría ni lujosa la despedida de una abogada –Paca Villalba- que luchó por el derecho de los más miserables como si todos ellos le pagasen con acciones de oro o “stock-options”. Para Paca no funcionaba la cultura política del poder. Ni la jurídica. Ni las excepciones antiterroristas de los terroristas y los pajes del poder.