En el Concilio de Constantinopla en el año 553 se condenó por decisión mayoritaria lo que el maestro de los comienzos del cristianismo, Orígenes, enseñó: que las almas de los hombres existían como seres espirituales antes del nacimiento de su cuerpo y que los acontecimientos de la Caída les llevó a la corporeidad. A su vez se condenó la creencia de que algún día todas las almas y hombre regresarían a Dios. En su lugar el Concilio estableció la enseñanza de la condenación eterna. Hombres que no podían comprender o que no querían comprender el mensaje de Dios, porque sus intereses no estaban orientados a cumplir la voluntad de Dios, han deformado y cambiado las enseñanzas provenientes del Reino de Dios. Las grandes sabidurías de los transmisores del mensaje de los Cielos fueron constreñidas por ególatras en el estrecho tubo del misterio. Esa trágica decisión sustrajo a muchos hombres el conocimiento sobre el sentido y la finalidad de su vida en la Tierra. Ya no conocían las interrelaciones de sus destino: no sabían que las condiciones para el nacimiento del alma en otros mundos, es decir, en el Más Allá, dependen del comportamiento del hombre en su vida terrenal, según lo que el hombre haya pensado, hablado y hecho; y no sabían que el retorno del alma como ser humano debería ser utilizado para reparar lo que el hombre ha causado en encarnaciones anteriores. Apenas pueden distinguirse ya las dimensiones de las consecuencias nefastas de aquella decisión errónea. Hagámonos conscientes de que la consecuencia fatal de esa ignorancia es que muchas personas creen que su forma egoísta de pensar y de vivir, el menospreciar y dominar a sus semejantes, el torturar, explotar y asesinar a seres humanos y a otras criaturas, la lucha desconsiderada contra la vida de otros, el querer ser y poseer en sus diversas variantes etc., etc., etc., les traerá impunemente sólo ventajas y provecho.
Sentido y finalidad de la vida en la Tierra

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