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La Gaceta de Almeria > La última noche

La última noche

Por LA GACETA DE ALMERÍA 1 de junio de 2005
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10 minutos de lectura
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    El espejo le vomitaba inmisericorde una imagen demacrada, más vieja de lo que dictaban sus veintiocho años e infinitamente menos vulgar de lo que la ropa que se disponía a vestir se esforzaba por aparentar. Primero se puso una media –no era conveniente llevar pantis- y luego la otra. Mientras desenrollaba lentamente aquella madeja de licra por su pierna en dirección a su muslo se preguntaba nuevamente por qué lo hacía.

. La media acariciaba su piel con mesura, mucho más que ellos, y se resbalaba suavemente como la caricia que no tendría esa noche. Donde la pierna se ensancha se agarraba la silicona pegajosa de aquel complemento en su vestuario; se agarraba como con temor a dejar al descubierto aquel cuerpo que, a pesar de todo, seguía sintiendo rubor de su propia desnudez. Cuando se puso la otra media se volvió a mirar al espejo y no se gustó. En un gesto pausado entornó las ventanas de su mirada, dirigiendo su vista hacia el suelo, como intentando eludir el desafío al que el espejo le retaba, y tomó el sujetador que colgaba del respaldo de la silla.
     Su pecho con aspecto pueril agradecía aquel sostén reforzado por una copa almohadillada. Sus pezones desgastados por tantas y tantas bocas desconocidas buscaban abrigo consolado en aquel su refugio de nylon y satén. El sujetador levantaba aquellos pechos menudos y se esforzaba por colocar “en su sitio” lo que el tiempo, con su justiciero y cadencioso transcurrir, había preferido reubicar. No se encontraba atractiva, a pesar de que aquel conjunto de lencería habría hecho perder la cabeza a cualquier amante…; a cualquiera que no tuviera prisa por desflorarla, eso sí, sin preocuparse por nada más.
     Las faldas plásticas, como hechas con la intención de no oponerse a una desnudez inminente, embutían su cuerpo sin excesiva delicadeza a la altura de unas caderas moldeadas por una vida desordenada y unas comidas a horas intempestivas. Esto se traducía en un cuerpo flaco, casi sin curvas y por el que ningún cliente habría pagado ni un solo céntimo más de lo que ella les pedía. Quería dejarlo en cuanto le fuera posible, pero sentía que no era capaz de hacer otra cosa. Después de todo llevaba casi nueve años dedicándose a lo mismo y en el fondo, aunque le costaba admitirlo, era un “trabajo fácil”. Además, después de tantas humillaciones sentía que el valor de su trabajo carecía de una importancia si quiera aceptable.
     La noche apenas acababa de empezar y ella estaba cansada. Cansada de su modo de vida, cansada de la soledad y cansada de esa ruidosa conciencia que últimamente martilleaba su cabeza de una manera incesante, como un goteo impertinente en mitad de la vigilia. En su realidad ficticia ésta era otra noche más y su mundo se agotaba mientras veía pasar su vida como una película sobre la que no tenía ningún poder de intervención.
     Cuando acabó de vestirse, cuando la camiseta se amoldó a aquel cuerpo famélico, ella se sentía más desnuda que al principio. Gritaba en silencio su desgracia a la imagen del espejo que, como un justiciero ecuánime, la observaba de la manera más aséptica posible. No encontraba refugio ni siquiera en su habitación, bajo la luz que la mísera lámpara de araña estrellaba en su rostro cadavérico y al amparo de la única cama que no estaba dispuesta a compartir. Se sentía vacía y sucia. Por un momento las nauseas amenazaron con obligarla a visitar el váter, pero en circunstancias peores se había encontrado y había sabido hacer de tripas corazón…
     El maquillaje, que tantas veces enmascarara su estado de ánimo, se convertía ahora en un telón detrás del que esconderse. El rímel, el colorete, la sombra de ojos y el carmín de labios conformaban un disfraz para un personaje que ella interpretaba a la perfección y del que se despojaba con la misma naturalidad con que desechaba aquella amalgama cosmética en cuanto le era posible. Los labios casi sin perfil, se veían inmersos en un rojo que resultaba casi doloroso, mientras sus mejillas parecían encontrar forma con el pote cubriendo su piel de flor marchita.
     Cuando acabó de maquillarse se detuvo apenas un segundo en su ritual preparativo para contemplar en lo que se había convertido. Como una bombilla que parpadea anunciando su pronto final, ella se miraba y veía su autodestrucción; era capaz de ver más allá del momento presente y presagiaba que si no acababa pronto con aquella situación serían sus propias circunstancias las que acabarían con ella. Cualquier cliente que se creyera con derecho a todo o alguna enfermedad irreversible podrían acabar con una vida que sentía que se le escurría entre las manos como una pastilla de jabón. Su agorera premonición se tradujo en un nudo a la altura de la garganta que amenazaba con estallar en un llanto infantil, y éste era un lujo que no se podía permitir después del tiempo que había dedicado a maquillarse. No obstante, una lágrima a modo de avanzadilla se escapó de la celda de su lagrimal para dibujar una cicatriz de rimel en su pómulo derecho que le hizo volver a la realidad. Le daba miedo su vida, pero no era el momento de ser cobarde. Quizá mañana empezaría a buscar otro trabajo –o quizá no- pero esta noche tenía que volver a la calle a recoger la limosna que ellos le entregaban por robarle parte de su alma en cada encuentro furtivo en el asiento trasero de un coche o en cualquier descampado mugriento.
     Abrió el cajón de la cómoda que había bajo el espejo y de él sacó un bote de perfume barato que acababa de ridiculizar su aspecto de mujer fácil. Apretó sin elegancia el dosificador, como si estuviera aplastando con sus dedos un grano adolescente, y pronto se vio envuelta en una nube nauseabunda que probablemente haría que los clientes se dieran prisa por acabar. Aquel perfume parecía envolverle en un halo de mediocridad que justificaba el escaso dinero que pagaban por alquilar su cuerpo mil veces ultrajado.
     Desde el umbral de la puerta miró hacia dentro de la habitación, como intentando mantener en su retina una imagen acogedora de la misma y apagó la luz haciendo desaparecer de golpe esta imagen casi irreal de lo que era su vida. Contigua a la puerta de su habitación, había otra semientornada y que empujó con delicadeza. No se permitió encender la luz y pasó de puntillas, como con miedo a quebrar un suelo de cristal que se esparcía bajo sus pies o como una bailarina de ballet que volara sobre sus zapatillas blancas.
     Bajo una cama infantil se adivinaba en la oscuridad, como el perfil de una montaña en un horizonte muy lejano, la figura de su hijo. Era casi su única razón para vivir y, sobre todo, la fuerza que le empujaba a abandonar su atropellado modo de vida. Él llevaba ya al menos un par de horas durmiendo –sus cinco años de edad le empujaban a su catre bastante antes de lo que empezaba la noche para su madre- y la habitación sudaba un aroma extremadamente agradable y dulzón, por lo que ella se detuvo e inhaló con fuerza con el ánimo de secuestrar aquella fragancia delicada y penetrante a la vez. Después siguió avanzando hasta colocarse a la altura de la cama y, durante un segundo, le miró con ojos desconsolados, como si notara que se estaba perdiendo algo de la vida del niño. No permitió que este sentimiento la desbordara y lo rompió súbitamente con un casi inapreciable movimiento de negación con su cabeza y con un doble pestañeo que volvió a convertirla en la mujer que era aquella noche.
     Ella alargó su mano hasta la altura de la cabeza de su hijo y atusó suavemente su pelo como de lana intentando no despertarle. Él, como si notara que un ángel le acompañaba, esbozó una sonrisa ingenua y siguió durmiendo. La mujer se agachó y depositó en su frente el último beso que no tenía precio en aquella noche para, acto seguido, abandonar la habitación jurándose que sería la última noche.
LA GACETA DE ALMERÍA 1 de junio de 2005
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