“La complacencia hace amigos; la verdad engendra odio”. La sentencia de Terencio va directa al corazón mismo de la realidad. Es pensamiento fuerte, no de emuladores, plagiarios y cortesanos. Cuando se ama y se practica la mentira, la verdad es odiosa. Sobre todo cuando la mentira da una buena imagen de sí misma.
La verdad no produce indiferencia. Molesta a quien no le ama. Como dijo Gracián, “como la mentira llega siempre la primera, la verdad no encuentra ya su sitio”. Es fácil esconderla, cubrirla de harapos e ignorarla.
Los premios oficiales suelen ser un mentidero sensacional, singularmente cuando premian la obra de algún pensador. Si esto es cierto en general, no hay país que gane a Celtiberias en premios a mediocres representantes del pensamiento débil. Intelectuales orgánicos que forman en el séquito del Imperio y embellecen y pulen sus consignas, son premiados y adecuados por carpetovetinicos reverenciales con el poder y por el mismo reverenciados.
Fíjense ustedes, mis queridos paisanos, en la relación de la gente premiada con el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. En el 2.000 fue concedido al fabuloso pensador Carlo María Martín Cardenal de la única iglesia verdadera. El jurado, presidido por el genio hispánico Manuel Fraga, quiso aproximarse a la salvación más que a la sabiduría. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra. Y el poder y la gloria. En el 2.002 el premiado fue Anthony Giddens, aquél ferroviario de la “tercera vía” del laborismo británico. Se divierte uno leyéndolo. Borges lo definiría muy bien: “una helada y laboriosa nadería”. Después vino Haebermas, enigmático, confuso e industrioso, similar a Giddens en su órbita política pero más arriscado y nocherniego. Recibió su premio, con gran inclinación de cabeza y columna vertebral, con atrabiliaria deferencia, de manos principescas. Y pronunció palabras de prócer adulación, como convenía al acto. El penúltimo premiado ha sido Paul Krugman, de quien algunos jurados preguntaron por cuáles eran sus obras y su “tipo de pensamiento”. ¡A ver si se colaba un independiente y malvado discrepante, militante siempre del terrorismo ideológico! ¡No faltaba más! Pero Krugman estaba adscrito a la gleba de los usacos. Nada de nada. ¿Acaso Fraga iba a proponer a un terrorista?.
Ahora es Giovanni Sartori. Le llaman “lúcido teórico de la democracia” y alaban “su compromiso con las garantías y las libertades de la sociedad abierta”. Eso está muy bien, siempre que sea cierto y no simple complacencia del jurado. A Sartori se le atribuyen tres aportaciones básicas. Es la primera una defensa típica de la separación de poderes. Típicamente liberal. O tópicamente liberal. Ninguna innovación que merezca la pena. El maquillaje de la unidad de poder asoma la cresta oligárquica del Estado liberal. Sino hay verdadero control del poder, no hay posible separación. Si no existe libertad política, no hay separación ni control. Sartori dice –ésta es su segunda aportación- que los medios audiovisuales son otro poder y un instrumento de control del poder. No pasa más allá. ¿Quién controla a los medios?. ¿A quienes controlan los medios?. ¿Es una pieza decisiva del capitalismo neoliberal un efectivo control del poder en su posible configuración democrática?. ¿Acaso los poderes oligárquicos potencian una democracia caduca y resignada?.
Sartori recuerda, con sus tremendas contradicciones, a Norberto Bobbio. La democracia que existe tiene graves deficiencias, pero es la única que puede existir. Está en crisis el Estado de Derecho, ocupado por mafias “sin leyes y sin frenos”. Está en crisis el Estado mismo, sustentado por supranacionales y multinacionales. La democracia ha incumplido promesas esenciales. Los grupos lo son todo; los individuos, nada. La representaciones una farsa. Persisten las oligarquías. La democracia política y la democracia social son meros fantasmas. El poder se oculta y es invisibles para el ciudadano. Y los súbditos siguen siendo mayoría. La servidumbre voluntaria se impone a toda rebeldía, a cualquier atisbo de libertad transformadora.
Para Sartori, como para Bobbio, no hay solución. Lo que existe es lo que debe existir. La democracia directa es un fetiche y un atentado contra la democracia representativa. Los que exigen una mayor participación ciudadana reivindican, en realidad, al “ciudadano total”, que está en la ribera del totalitarismo. La revolución es siempre antidemocrática, una quimera subversiva que conduce al precipicio. La desobediencia civil se contrapone, arbitrariamente, a la obediencia debida a la Constitución y a las leyes. No hay nada que hacer. La democracia que existe es la que debe existir. “No la toquéis ya más/que así es la rosa”. El esteticismo de Juan Ramón Jiménez coincide con el pensamiento pragmático y débil de Giovanni Sartori.
Pero todavía queda una tercera aportación ideológica del flamante premio Príncipe de Asturias. No le gusta la sociedad multicultural. Tampoco le gustan los inmigrantes, aunque proteste de su amor por ellos y de su integración. Y dice algo conmovedor. El cómo de la integración depende del “quién” del integrado. Lo traduce asegurando que es un “no” al multiculturalismo pero, al mismo tiempo, una incitación al reconocimiento”.
El universo audiovisual y la inmigración son grandes riesgos del sistema democrático, dice Sartori. ¿En qué se diferencia de las críticas conservadoras a la democracia? ¿Dónde queda la democracia como realidad subversiva? ¿Dónde está su vertiente crítica y creadora, su potencial de transformación y emancipación libertaria e igualitaria? Sartori llegó al civismo de llamar “cobarde” a la decisión del gobierno español de retirar las tropas del genocidio iraquí. Era más valiente que permaneciesen en la materia, codo a codo con los criminales de guerra. Pero él no es valiente en sus tesis sobre la democracia. Ni valiente ni sincero. Prefiere integrarse en el séquito del poder imperial. Prefiere ser manso y poseer la tierra ajena. Su corazón no espera “otro milagro de la primavera”, como el olmo viejo al que contaba don Antonio Machado, que jamás hubiese sido premiado con el Príncipe de Asturias a las Ciencias Sociales. Ni a ningún otro premio. Como dice Emerson, “el mundo parece estar siempre esperando la confesión de su poeta”. Nunca saldrá del pensamiento débil. Ni de la complacencia o la mentira.