La sedicente e indecente Constitución europea no menciona la soberanía popular. Dijo algún erudito del séquito de Giscard que esa única expresión antigua y abstracta. Era mejor hablar de Gobiernos y Estados, que son, precisamente abstracciones sin encarnadura. Pues no señor. Ni pueblos ni soberanía popular. Si acaso, soberanía nacional, que no compromete a casi nada. O soberanía estatal, que se encuentra hace tiempo en la peor alcantarilla de la historia.
Además, hablar de soberanía estatal es un contrasentido. En el plano jurídico, la alternativa entre soberanía estatal y soberanía popular se ha resuelto por las Constituciones modernas a favor de esta última. “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos promulgamos y sancionamos esta Constitución”, dice la norteamericana de 1787. “Los representantes del pueblo francés han decidido exponer en una Declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre” (Declaración de 1789). “La soberanía pertenece al pueblo”, dice la Constitución italiana. “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, proclama la Constitución española. Afirmaciones análogas se encuentran en todas las Constituciones. La primacía de los pueblos sobre los estados no es una simple opción política en el Estado de Derecho. Es también una tesis jurídica que se fundamenta en el principio de la soberanía popular y en el nacimiento de los derechos fundamentales.
Sin embargo, esa primacia tiene escasas implicaciones en el Derecho público interno y ha sido sustituída de hecho por la soberanía de los Estados en el ámbito del Derecho internacional. A pesar de la solemne retórica de los textos constitucionales, en la escena internacional han comparecido siempre los Estados, no los pueblos. La propia comunidad internacional se ha configurado, no como una comunidad de pueblos, sino como una comunidad de Estados, contraviniendo la Declaración Universal de Naciones Unidas, que habla de “pueblos y naciones” como sujetos del derecho internacional y sólo menciona a los “Estados miembros” para vincularlos a la garantía y observancia de los derechos humanos. Como ha advertido François Rigaux, la circunstancia de que los sujetos del Derecho internacional sean de hecho los Estados, que se reservan el poder de hacer las reglas que ellos mismos reconocen como obligatorias, hace de la ONU una “caricatura de Estado de derecho”.
Hace más de tres siglos, Hobbes aseguraba que la sociedad internacional de los reyes y los Estados es una sociedad salvaje. Sus “hombres artificiales”, después de haber pacificado y domesticado a los humanos “lobos naturales”, para protegerlos de sus recíprocas agresiones, corren el riesgo de volverse contra ellos como grandes “lobos artificiales” y amenazan, mediante la lógica del poder y del miedo, la supervivencia general. En estas condiciones, es la soberanía estatal la que representa una fuente permanente de peligro y la que, por tanto, debe ser negada o limitada en nombre de la soberanía popular. Si ha sido lícito limitar la libertad de los hombres para proteger sus derechos fundamentales, mucho más legítimo es limitar esa libertad artificial de los Estados que es su soberanía. Sobre todo cuando ésta contraviene los fines en que dice fundarse: la paz, la libertad, la justicia y la garantía de los derechos humanos.
Si la soberanía estatal continúa sustituyendo de hecho a la soberanía popular, asumiendo gratuitamente su representación, seguiremos ante una caricatura de Estado de derecho, cuyo único legítimo titular es el pueblo. Un pueblo integrado en distintas comunidades nacionales, donde “se es”, y no en esa sociedad estatal abstracta en la que sólo “se está”. La cuestión no es baladí. Existe una profunda relación entre derechos fundamentales, soberanía popular y derechos de los pueblos. “Los hombres de todos los países son hermanos y los diferentes pueblos deben ayudarse entre sí según su poder, igual que los ciudadanos del mismo estado”, decía el proyecto constitucional francés de abril de 1793, que añadía un precepto conmovedor: “quien oprime a una sola nación se declara enemigo de todas”. Es el protagonismo del pueblo y la nación sobre el Estado, la prevalencia de la comunidad sobre la sociedad, de los derechos del hombre sobre las situaciones de poder. Esta filosofía se expresaba en una fórmula elemental y, al propio tiempo, revolucionaria: “hay opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de sus miembros está oprimido; hay opresión contra cada miembro cuando el cuerpo social está oprimido”.
Surge entonces el derecho de resistencia, incluso el deber de desobediencia civil. Como nos enseña. Locke, la comunidad es siempre el poder supremo. Cuando no encuentra jueces en la tierra, no le queda otro remedio que apelar a los cielos o disolver la situación de poder que engendra la opresión. Lo malo es que el Estado está permanentemente conspirando contra la soberanía popular. Si ésta no sabe resistir la presión del poder, “el príncipe oprimirá por fin al soberano y romperá el pacto social”. Rousseau redondeaba así su planteamiento: “Este es el vicio inherente e inevitable que desde el nacimiento del cuerpo político tiende sin tegua a destruirlo, al igual que la vejez y la muerte destruyen el cuerpo del hombre”. La lucha del soberano contra el príncipe, de la comunidad contra el Estado, de la soberanía popular contra la soberanía estatal, es una exigencia ética y, también, una condición de supervivencia de naciones y comunidades. En la resistencia está la dignidad; en la desobediencia civil, la libertad política y en la lucha por el derecho, la justicia. La pasividad y la resignación son la peor complicidad posible con el régimen de opresión del príncipe contra el soberano, de la oligarquía contra la democracia y del poder contra la libertad.