Es más que evidente que ni PP ni PSOE van a repetir el jurásico episodio de la extinción de los dinosaurios, también parece claro que Podemos y Ciudadanos son la historia de un éxito sorprendente. Su presencia en las Cortes cambiará -para mal- las formas de hacer política.
Y la sensación de desinfle que afecta a Podemos, o la de techo bajo contra la que lucha C”s, guarda más relación con el inflado artificial de sus trayectorias por parte de expertos improvisados e indignados enfervorizados que con una caída sustantiva de sus expectativas de voto. Tampoco deja de ser notorio que PSOE y C`s han pactado, pero con la condición de que Podemos nunca entre a formar parte en el posible Gobierno. Pero los socialistas ya han pactado con Podemos la abstención a cambio de dinero que, en definitiva es su único propósito. A lo único que aspira la gente honrada es a que el PP supere los 141/42 diputados que serían suficientes para echar por tierra cualquier supuesto de pacto. Rajoy sabe que se pueden conseguir, espero que los españoles, también sean honrados y cabales.
En principio, C”s y Podemos están perdiendo la condición de talismanes que les habíamos adjudicado, y que, lejos de disponer de fórmulas magistrales para reforzar la igualdad y los servicios públicos, engordar los salarios, y plantarle cara al neoliberalismo, empiezan a sentir la enorme dificultad que implica proponer soluciones que, además de ser novedosas y eficaces, puedan resolver un problema sin crear otro. Y por eso conviene analizar la rápida mutación que están haciendo los ciudadanos desde una consideración milagrera de Iglesias y Rivera hasta un criticismo agudo y desconfiado de sus ocurrencias y ambigüedades.
Los partidos que nacen en un contexto de crisis, y que cubren su primera singladura con vientos favorables, siempre acaban confundiendo los programas con los conjuros, y siempre creen que a base de fórmulas mágicas de muy escaso sentido se puede lograr que los genios perniciosos regresen a sus botellas. Dichos conjuros, sin ánimo de agotar el catálogo, se formulaban así: «gobernar para la gente»; «rescatar a la gente y no a los bancos»; «que la sanidad, la educación y las pensiones sean derechos excluidos del ajuste financiero»; «auditar la deuda y no pagarla si es injusta»; «superar la transición y hacer una Constitución para la España del siglo XXI», y «sustituir la casta -ignorante, corrupta e inmóvil- por jóvenes despiertos y simpáticos que le den la vuelta al universo y pongan la tierra arriba y el cielo abajo».
Al pueblo le gustan los conjuros, y durante cierto tiempo queda fascinado por ellos. Pero en cuanto los conjuros se enuncian como medidas de gobierno, toda esa palabrería empieza a enseñar su tenebroso vacío, a poner de manifiesto sus odiosos efectos secundarios, y a pregonar lo que nadie quiere oír: que en ningún sitio venden euros a setenta céntimos, y que ningún Gobierno le puede dar al pueblo lo que el propio pueblo no paga. Y, llegados a ese punto, la gente vuelve a pensar que vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer. Y ahí estamos. Aunque nadie puede resolver la gran incógnita de las inminentes elecciones: ¿hemos reaccionado a tiempo o vamos a llegar tarde? De la respuesta a esa pregunta depende la gobernabilidad de España