La renuncia del Papa me ha creado un conflicto en la fe que, como creyente ortodoxo no practicante, poseo en el representante de Dios en la Tierra más que como Obispo de Roma y Jefe de Estado del Vaticano.
Ciertamente el aplauso ha sido generalizado en la Iglesia Católica, lo que me ha provocado un contrapeso a las informaciones sobre las causas de la primera renuncia de un Papa en seiscientos años. Informaciones no desmentidas que sostienen que las causas han sido terrenales y, en este contexto, ubicadas en el seno de la Curia Romana, a la que no era capaz de dominar o someter al buen criterio del superior jerárquico. También las razones aducidas en la renuncia son estrictamente comunes en la Tierra, y muy especialmente en esta área terráquea que es España, por meras razones personales, lo que los escépticos cuestionamos desde el principio. Ciertamente existe una norma no escrita en la Iglesia Católica en virtud de la cual a un Papado de larga duración le debe seguir otro de corta, y el de Benedicto XVI la estaba rompiendo.
Intrigas internas aparte que son estrictamente terrenales y cotidianas, lo que me genera cierto desasosiego como creyente al haber sido educado en una sociedad religiosa practicante es la explicación que merece el hecho existencial, y tanto que no se producía desde hace cerca de mil años, casi un tercio de la vida de la propia Iglesia Católica, de que el representante de Dios en la Tierra, que fuera elegido mediante la milenaria norma eclesiástica, decidiera en un momento determinado a renunciar a esa representación que hasta ahora pensábamos era divina.
Y aquí es donde se concentra el conflicto, donde pensábamos era divino y un dogma de fe ahora se ha transformado por mera voluntad en terrenal, y encima aplaudido por la línea oficialista como no podría ser de otra manera por ende, porque de lo contrario el conflicto hubiese sido mayor. Falta por conocer el pensamiento del sector conservador o tradicionalista, porque doy por hecho la existencia de corrientes internas que siempre han aflorado en la Iglesia Católica y la convivencia de dos Papas, el legal y el dimisionario, una situación nueva por primera vez en muchas generaciones de católicos y a la que deben dar respuesta desde la fe porque no solo está en juego la inhabilidad del Papa sino los períodos durante los que disfruta de este don divino al tiempo que se debe admitir que es por etapas.
Lo que ha provocado la dimisión de Benedicto XVI al Papado es la celebración de un Concilio, el tercero en la vida de la Iglesia Católica y más necesario y urgente que el largo II Concilio Vaticano convocado por Juan XIII en 1.962 y prolongado hasta 1965, durante el que recuerdo los rezos de los católicos porque acabara. Es verdad que en los dos mil años de existencia de la Iglesia Católica los concilios han estado bien dosificados y que en medio siglo se celebren dos por muchas que sean las razones que los justifiquen no es suficiente.
La dimisión por sí sola de Benedicto XVI haría viable la celebración del III Concilio, como ocurre en las organizaciones políticas cuando se produce un cambio de liderazgo, si se me permite el símil, con el propósito de revitalizar a los católicos y a las católicas porque ha sido muy pronunciada la evolución social que se ha producido desde la celebración del último evento, y el momento es el más oportuno para afianzar a los creyentes y atraer a los practicantes potenciales que somos muchos.