Aunque fue líder destacado en dos revoluciones y estuvo a punto de ser ahorcado por tratar de promover una tercera, Thomas Paine es uno de los grandes olvidados de nuestro tiempo. Desde su primera participación en los asuntos públicos –su protesta contra la esclavitud en 1.775- hasta el día de su muerte, es opuso a toda forma de crueldad, ya la practicasen sus amigos o sus adversarios.
El Gobierno inglés de aquel tiempo era una oligarquía despiadada que utilizaba el Parlamento como medio para reducir aún más el nivel de vida de los pobres. Burke y Pitt lo admiraron profundamente, pero ello no impidió que el segundo ordenase su detención. “Tal como están las cosas, si yo fomentase las opiniones de Tom Paine, tendríamos una revolución sangrienta”. Los ingleses no le podían perdonar fácilmente que hubiese afirmado: “No hay corporación más celosa de sus privilegios que los Comunes, porque los venden”. Huyó a Francia unas horas antes de que fueran a detenerlo. Paine defendió en Inglaterra la necesidad de una reforma política radical como única solución a las tensiones sociales. Le pudo costar la vida. En Francia, por oponerse al innecesario derramamiento de sangre, fue encarcelado y estuvo a punto de morir. Se hizo amigo de los girondinos, se negó a hablar mal de Lafayette (entonces en desgracia) y continuó expresando su gratitud a Luis XVI por el papel que había jugado en la liberación de los Estados Unidos. Al oponerse a la ejecución del rey hasta el último momento, se ganó la hostilidad de los jacobinos. Primero fue expulsado de la Convención y luego encarcelado como extranjero. Permaneció en prisión durante todo el período en que Robespierre estuvo en el poder. Claro que la responsabilidad no sólo fue de los jacobinos. El ministro americano –G. Morris- tuvo gran parte de culpa. Era federalista, estaba al lado de Inglaterra y, además, odiaba a Paine desde que éste descubrió la corrupción de un amigo de Morris. Este “descubrió” que Paine no era americano y nada hizo por él. Tampoco actuó en su favor George Washington, que estaba negociando secretamente el tratado Jay con Inglaterra y que no quería saber nada de Paine en aquellas condiciones. Se salvó de la guillotina por casualidad, pero estuvo a punto de morir enfermo.
En América, por caombatir la esclavitud y defender los principios de la Declaración de Independencia fue ignorado por el Gobierno en el momento en que más necesitaba su apoyo. Hasta su amigo Jefferson le dio de lado. En otros círculos le fue peor. La publicación, en 1.796, de una dura carta a Washington, no le ayudó demasiado. “En cuanto a vos, traidor en la amistad privada e hipócrita en la vida pública, el mundo no sabrá decidir si sois un apóstata o un impostor; si habéis abandonado los buenos principios o si los habéis tenido alguna vez”. Su viejo amigo el doctor Rush, de Filadelfia, se negó a recibirlo pretextando el escándalo que le había supuesto leer “La Edad de la Razón”. Fue atropellado en la calle y se negó un asiento en la diligencia. Tres años antes de su muerte, no se le permitió votar, alegando que era extranjero. Murió pobre y solo, en 1.809. Cuando agonizaba, dos sacerdotes entraron en su habitación y trataron de “convertirlo”. Se limitó a decir: “¡Dejádme en paz! ¡Buenos días!”. Sin embargo, los ortodoxos más carroñeros inventaron el cuento de una retractación en el lecho de muerte. Sus verdaderos partidarios fueron los encarcelados por Pitt, los owenistas, carlistas, sindicalistas y socialistas. A todos ellos dio un ejemplo de valor, humanidad, inteligencia y conciencia. Su obsesión fue la libertad política y la igualdad de los hombres. Fue un republicano radical. “La monarquía y la sucesión han cubierto el mundo de sangre; es una forma de gobierno contraria a la palabra de Dios y bañada en sangre”. Como ha dicho Russell, le perjudicó su falta de egoísmo. Si hubiese sido menos generoso, su fama sería muy superior.