“¡Qué maravilla un jardín en medio de tanto fuego! Capaz de adoptar todas las formas se ha vuelto mi corazón…”. Ibn al-Arabí de Murcia. Os diré la denominación que jamás deberá llevar la nueva biblioteca de Almería. No tenemos poder alguno para impedíroslo, pero aún así os prohibimos que jamás pronunciéis siquiera su nombre: el del almeriense más grande de todos los tiempos, sin que tal vez haya nadie que le iguale en los siglos venideros.
Su padre fue un militar de la Alcazaba caído en desgracia por causa de la conquista almorávide, hartos los de Ifriquía de las rencillas y traiciones entre las taifas andalusíes. Aunque la sed de saber de su hijo -nacido en la ciudad del rey-poeta Al-Mutasim- se mostraba insaciable, hubo de aprender el noble aunque humilde oficio de tejedor, con objeto de proveer al sustento de su familia.
Absorbido con determinación por conocer la realidad de todo lo existente, e indagando sin cesar sobre aspectos oscuros de los mundos, finalmente su progenitor hubo de plegarse ante su anhelo enfebrecido por conocerlo todo. La misma luz blanca del horizonte del gran puerto comercial levantino, y el fulgor esmeralda de sus aguas, iluminaron al genial forjador de la legendaria, pero histórica, Escuela de Almería. El erudito jesuita Asín Palacios rastrea en su manantial de sabiduría sin par el germen del de Juan de la Cruz y Teresa de Ávila.
Tal vez los seguidores de la Escuela de Ibn Masarra de Córdoba fertilizasen su imperecedero legado, al refugiarse en Almería; sin embargo él tuvo la maravillosa audacia de hacer del amor su bandera invicta. hasta sus últimas consecuencias… hasta el éxtasis. Su boca destilaba el fruto de la vid, de la miel fundida por el sol, hechos poesía. Encontró la llave de la felicidad, según dice la tradición, y su obra nos desvela. Tiene no pequeños testigos que así lo afirman. El primero de ellos, el más reconocido, confesado uno de sus discípulos, Ibn al-Arabí, llamado el sheij al-akbar, ‘el maestro más grande’ en todo el mundo islámico. No le eclipsó tampoco el gigante universal del espíritu humano, de la Cantillana entre el Guadalquivir y Sierra Morena, Abu Madyan, venerado en Argelia, seguidor de su estela que atraviesa los milenios. Se formó bajo su sabiduría imperecedera el también sevillano Ibn Barragán, al que por cariño en su humildad calificaba al pupilo de ‘maestro’. Otro de ellos, el gran Al-Ruhainí, mantiene viva su memoria en la aldea de Gádor que le viese nacer: El Ruini.
De los cuatro puntos cardinales acudían los intelectos más prodigiosos para beber de la pura fuente: la del poeta almeriense enamorado del amor mismo. Su canto eterno cambió la historia del mundo. La historiadora de Fez, recientemente fallecida, la historiadora andalusí feminista Fátima Mernissi ha demostrado que el concepto moderno de la emoción amorosa, que de Europa irradia al mundo entero, nació en Al-Andalus. Voces íntimas, ecos milenarios de la Madre Tierra, de los arcanos del tiempo, eclosionaron en el pecho del ahora almeriense olvidado, hasta por la mayoría de sus paisanos. A pesar de que su alma engendrara tanta belleza que no puede ser descrita con palabras.
Era tal la admiración que por él sintieron innumerables seguidores, tal cariño el que le profesaron las gentes de su tiempo, que despertó la envidia del gobernador de Almería, el cual intrigó en contra suya ante la corte del nuevo poder emergente, el de Yusuf Ibn Tasufin, al que debemos los dos alminares gemelos de la Giralda y la Kutubía de Marrakesh. Ordenó el sultán magrebí que acudiese a su corte. Y aquel miserable envidioso cadí almeriense interceptó el barco, sólo para humillarle cargándole de cadenas. Al llegar a África, conscientes de las maquinaciones de los políticos de su patria chica, le despojaron de sus grilletes. Al encontrarse con el califa almorávide en Marrakesh, deslumbrado éste por su sabiduría, le dijo que obtendría de él lo que pidiese. A lo que respondió sin dudar que le dejase ir en libertad donde quisiera. Sólo por eso merece ser recordado hasta el fin de los días.
No valoró en vida pasión más grande sobre la tierra que la de la libertad… y ella la empleó sin descanso para desentrañar el insondable enigma de amar. Poco después moriría allí en el exilio. Su tumba se conserva todavía en el centro de la ciudad, junto al jardín de su mezquita mayor. La mezquindad de las autoridades de su tiempo le empujó al destierro, y le persiguió hasta la muerte poco después. No oséis siquiera pronunciar su nombre, almerienses, andaluces, todos los que no anheléis por encima de todo la libertad, a los que os han hecho perder incluso la capacidad humana de amar. Aunque retorcierais mis miembros de nuevo, descoyuntando mis huesos, Aun si abrasaseis mi piel y mi sangre una y mil veces, y tan solo quedase en mi pobre memoria, sobre toda la faz de la tierra, su proscrito nombre, dejadme en paz cuando mi hora llegue con su recuerdo… el de ‘el hijo del que sabe’:
Ahmed IBN AL-ARIF. ¿Fueron las ardientes arenas del Gran Desierto, Ahmed, más afectuosas contigo…? No retornes azor, luna no alumbres la noche. Idénticos jerarcas cobardes y ruines pudren la tierra. No reclamad sus cenizas, hipócritas, nunca. Él es el rocío de la mañana, los destellos del crepúsculo, risa infantil, trovos de aves. Por ti conocemos el amor, y el gozo de ser libres.