La teoría del aprendizaje social puso de relieve la influencia decisiva que ejercen, en el
comportamiento individual, los cánones y estándares ideológicos predominantes en nuestra cultura.
Estas formas y pautas de actuación adquieren mayor poder coercitivo sobre las personas cuanto
mayor es su deseo de aceptación social, su dependencia afectiva y emocional, o su inmadurez
psicológica.
En este sentido, los adolescentes siempre han sido un grupo especialmente influenciable y
susceptible de ser atrapados en mayor medida por los postulados de moda. Sin bien, en la
actualidad, la arrolladora máquina propagandística extiende su dominio de manera implacable a la
casi totalidad de la población.
En el entorno globalizado que se está construyendo, abiertamente hostil a la fe, la práctica religiosa
se percibe cada vez más como algo socialmente poco atractivo, llegando a convertirse en muchas
ocasiones incluso en objeto de sarcasmo y burlas. Así pues, muchas personas, sobre todo los
jóvenes, prefieren privarse de los beneficios de la vida sacramental, antes que mostrar ante los
demás una imagen que no se ajuste a las incuestionables exigencias del nihilismo imperante, y a los
patrones establecidos por el dogma laicista.
Ignoran que, al final, forzosamente tropiezan con el hecho de que la vertiente espiritual es tan
consustancial al ser humano como lo es la dimensión física, afectiva o intelectual; y como nadie
puede prescindir de aquello que es constitutivo de su propio ser, el descuido y falta de atención en
cualquiera de estas dimensiones va a suponer no solo un grave empobrecimiento para el sujeto, sino
también la generación de importantes trastornos o patologías.
Del mismo modo que el estereotipo de belleza, marcado por la delgadez, impone un modelo de
figura corporal que conduce peligrosamente a muchas personas a desarrollar severos trastornos
alimentarios, así también, la implantación del laicismo beligerante y excluyente, que repudia todo
tipo de comportamiento religioso, origina serias anomalías en el conjunto de la personalidad, puesto
que no hay desorden que se produzca en un ámbito de la vida que no acabe afectando a los demás.
De hecho, el proceso que puede vivirse a nivel corporal, es tan similar al que padece el espiritual,
que podemos establecer una equiparación entre ellos. Cuando un hombre o una mujer empieza a
privarse de alimentos que son necesarios desde el punto de vista nutricional, con el único propósito
de estar delgado, dando paso posteriormente a una reducción sistemática de la ingesta, hasta
alcanzar límites inadmisibles, llega un momento en que deja de tener apetito, pierde totalmente las
ganas de comer, e incluso termina por resultar repugnante el solo pensamiento de la comida.
Alcanzado este extremo la anorexia ha entrado en la trágica espiral de la muerte.
Sucede igual con la anorexia espiritual. Se comienza dejando de alimentar la fe para evitar la
disonancia con el ambiente descreído, frívolo y hedonista de la sociedad. Al final, la misma
celebración eucarística, principal alimento de la vida cristiana, termina resultando inapetente,
extraña, molesta, incómoda y hasta repulsiva. El desenlace también es idéntico, alcanzado este
punto se ha entrado irremediablemente en el plano inclinado de la muerte espiritual.
Nuevamente nos encontramos, en uno y otro caso, con que la primacía de lo externo y superficial
sobre lo esencial y profundo, el predominio de la apariencia sobre la interioridad, provocan que la
persona se encuentre escindida, rota, alienada, y lo que es peor, inmersa en una dinámica de
deshumanización y autodestrucción.
Si para la superación de la anorexia nerviosa es imprescindible el acompañamiento personal y el
apoyo familiar, no lo es menos en el asunto de la anorexia espiritual, que requiere una atención
diligente de los católicos más cercanos, que constantemente han de invitar y estimular, dando
ejemplo. Al tiempo que se precisa, asimismo, de una acogida incondicional por parte de la
comunidad cristiana, que integre y fortalezca al que está en fase de recuperación, en los pasos que
vaya dando.
Juan Antonio Moya Sánchez
Sacerdote y psicólogo