El día en que sucedio, Santiago Nasar se levantó de su siesta a las 5.30. La tarde, con vocacion de acuarela, presagiaba con sus colores desordenados lo que luego pasaría. Había soñado con árboles y pájaros, en aquel lunes ingrato. Todos los sueños con pájaros son de buena salud, solia decir, equivocadamente, su madre. El sol atravesaba timidamente las cortinas espesas que se derramaban con desgana desde el techo de la habitacion.
Era una luz medrosa, como si ni siquiera ella quisiera ser testigo de lo que estaba ocurriendo, y se esparcía por entre los recovecos que formaban las sábanas dispersas por el suelo.
A su lado estaba Ángela Vicario, desnuda como él, que aún dormía y parecía sonreír como rememorando entre sueños los momentos de sutil lascivia que rodearon a la pérdida de su virginidad. Faltaban apenas dos meses para que Ángela se casara con Bayardo San Román, pero la imposición de un matrimonio convenido le condujeron a aquel acto, más por despecho que por pasión, más por venganza que por amor. Santiago Nasar representaba para Ángela el antagonismo de Bayardo San Román; la cotidianeidad de Santiago se oponía a la misteriosa llegada al pueblo de Bayardo, sus rasgos mestizos –entre árabes y colombianos- desmerecían por completo el aspecto europeo, más bien frío, de San Román y el calor, en forma de pasión, que Santiago derramaba por los poros de su cuerpo se oponía a la gelidez que su futuro marido exhalaba.
Ambos cayeron rendidos y se entregaron sin oponer resistencia a los placeres del sueño una vez consumaron “el hecho”. Santiago sabía que Ángela era virgen, pero eso no fue impedimento para embestir con pasión y derramar sacudidas inmisericordes sobre aquel cuerpo a medio hacer. Ella estaba entregada a los brazos de su amante y recibía complacientemente los azotes de la lujuria que Santiago vertía en su cuerpo. Todo aquello tenía mucho de pecado y ambos lo sabían. Disfrutaban con la sensación de saberse haciendo algo prohibido y hasta les hubiera gustado que el propio Bayardo San Román contemplara aquella maldad convertida en ardor.
Pero de pronto algo empezó a salir mal. Los ladridos de unos perros en la puerta y las voces multiplicadas de dos hombres intentando acallarlos despertaron de golpe a Ángela, rompiendo en mil pedazos la imagen onírica construida sobre los cimientos de lo que acababa de pasar.
-Rápido, tienes que irte –decía Ángela, con gesto desencajado.
-¿Qué pasa? –Preguntaba Santiago.
-Son mis hermanos. Han vuelto.
-¿Pero no habías dicho que no volverían en toda la tarde?
-Se sabe cuándo empiezan sus cacerías, pero nunca cuándo acaban… –Decían contrariada ella.
Pedro y Pablo Vicario, los hermanos gemelos de Ángela habían salido aquella mañana de caza, y ella pensó que no volverían hasta bien entrada la noche, como era costumbre en ellos. Los perros, inquietos por un olor en la casa que no les era familiar, no paraban de ladrar mientras arañaban la puerta. Pedro la abrió y Santiago notó cómo uno de los canes se dirigía a la habitación donde los amantes se encontraban. “¿Estás ahí, Ángela?” gritaba Pablo desde el pasillo. “¿Estás ahí?” repetía. Ella no era capaz de coordinar una idea con lucidez ni de dar una orden sensata a sus cuerdas vocales para evitar que su hermano insistiera en su pregunta, por lo que éste decidió comprobarlo él mismo. Santiago notó cómo la manivela de la puerta descendía lentamente bajo la presión, que del otro lado, ejercía el brazo fornido y trabajado en el campo de Pablo Vicario.
-Ya está Pablo –gritaba Pedro desde la otra punta de la casa-, no te preocupes. Era un gato que se había colado en la cocina.
La manivela volvió a ocupar su posición horizontal y Santiago volvió a ser consciente de los latidos de su corazón, que por un momento creía haber perdido para siempre. Tras el susto inicial, el joven se vistió a toda prisa su pantalón y su camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón y que se confundían con las sábanas dispersas por el suelo. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la cita que tenía se habría puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen juicio aunque sin mucha fortuna.
-Tienes que salir por la ventana -decía Ángela ante los movimientos desordenados y nada premeditados que hacían que Santiago no parara quieto pero que no le llevaban a ninguna parte.
La casa era de planta baja, y sólo unos rosales a los pies de la ventana, a modo de señal de feminidad, podrían dificultar, si acaso un poco, la huída de Santiago. Él ni siquiera se calzó sus zapatos, que agarraba bajo su sobaco izquierdo, y siguió el camino que Ángela le marcaba sujetando la ventana mientras Santiago pasaba bajo su dintel como montando a caballo. Sentado a lomos de aquel improvisado corcel de piedra, el joven se detuvo un segundo para mirar fijamente a los ojos de Ángela y, antes de que ella pudiera reaccionar, estampar un beso en sus labios de fresa.
Santiago evitó con agilidad (su vitalidad se lo permitía) el obstáculo que la ventana suponía en su fuga y saltó el rosal sin apenas arrancar una hoja al frondoso vegetal, pero la casualidad quiso que allí donde el joven descansó sus pies tras el forzado vuelo, una lasca afilada descansara para desgarrar un tajo en su planta desnuda. El dolor fue intenso y seco, como el de una navaja que le arrancara las tripas, a lo que Santiago respondió con un quejido que le nació del estómago. Los perros, que nuevamente se percataron de la presencia de un extraño en la casa, comenzaron a ladrar y a se dirigían hacia donde él se encontraba. En menos de un segundo, Santiago vio como los dos animales doblaban la esquina de la casa, como si de una competición se tratara, y se disponían a embestirle sin piedad.
Santiago empezó a correr en dirección a la verja de madera que limitaba la propiedad de los Vicario. Los perros, que parecía írseles la vida en aquella persecución, emitían sonidos sobrenaturales mezclados con aquellos ladridos centuplicados en la cabeza del joven Nasar. Las babas resbalaban por sus hocicos rabiosos y se escurrían por entre sus dientes afilados que amenazaban con despedazar el cuerpo de Santiago. Cada vez los sentía más cerca, cada vez escuchaba sus ladridos, que parecía sonidos de ultratumba, con mayor intensidad, y cada vez estaba más seguro de que aquello sería su final.
Santiago recorrió los apenas diez metros que separaban la casa de la valla con una intensidad desmedida, imaginando cómo los perros le devorarían, y cuando esto ya estaba a punto de pasar, dio un salto que lo encaramó a lo alto de aquella verja y a salvo de los animales. Con un movimiento brusco acabó con su cuerpo en la acera, al otro lado de la propiedad privada, tirado como una colilla y ensangrentado, pero a salvo…
Durante su huída no había sido consciente de la herida que desangraba su planta del pie, y fue en la acera cuando de nuevo notó el intenso dolor, que se mostraba como una mancha rojiza sobre el cemento del suelo. Santiago sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su pantalón y lo anudó en torno a la herida. Posteriormente se calzó sus zapatos de ocasión y recuperó la verticalidad. Después de todo seguía vivo, y la muerte, que con su afilada guadaña había rozado la garganta de Santiago, tendría que esperar a otro lunes ingrato.